El eje de la Rueda de la Vida

Un eje es la fuerza motora que mueve a una rueda; de la misma manera, en el eje de la Rueda de la Vida, el gallo, la víbora y el cerdo son las fuerzas motoras que la hacen girar. A estas fuerzas se las conoce como “las Raíces Nocivas”, debido a que de ellas surgen todos los males de la vida; o como los “Tres Venenos”, porque a partir de éstos nos podemos corromper. El gallo representa la ambición o avidez, la víbora el odio y el cerdo la ignorancia, y estos tres forman las bases de todas las ataduras y miserias humanas.

Se considera apropiado que estas tres fuerzas se encuentren representadas por estos animales, ya que al mismo tiempo representan las necesidades que existen bajo el supuesto exterior civilizado de muchas personas. Al usar imágenes de animales como representantes de la avidez, el odio y la ignorancia, no les hacemos justicia, puesto que éstos no poseen dichas emociones, que son por lo demás comunes entre los humanos. Muy pocos animales, por ejemplo, lucharían con sus semejantes hasta la muerte, o matarían a miembros de otras especies caprichosamente. Experimentan hambre y deseo, pero muy raramente se complacen comiendo en exceso, o realizan cualquier otra conducta neurótica ... a menos de que hayan estado en cercano contacto con humanos. El hombre, en cambio, puede albergar odios profundos y fatales que lo llevan a la destrucción de otros humanos, aún y cuando éstos le puedan ser cercanos en afecto y parentesco. Como sabemos, la destructividad humana puede ocurrir en gran escala; el hombre además es capaz de poseer intensa avidez que lo llevan a acumular fortuna y poder a lo largo de su vida, a pesar del terrible sufrimiento que produce en otros. La avidez y el odio en los humanos son de un orden diferente al hambre y la agresión de los animales. Son fallas específicamente humanas, y para entender su naturaleza, tendremos que observar más de cerca la conciencia del hombre.
El ser humano es consciente de sí mismo. Ha surgido de la matriz de la naturaleza con una identidad separada que le diferencia del mundo que lo rodea. Inicialmente, ese yo diferenciado es bastante frágil y sólo se mantiene con algo de dificultad. Al surgir, como lo hace a partir de los oscuros antecedentes de la naturaleza, es tosco y rígido, identificándose mucho con su cuerpo físico, sus posesiones materiales, sus relaciones con otras personas y sus fijos enfoques con respecto al mundo. Este yo insustancial es constantemente arrastrado, desde su interior, por las fuerzas preconscientes que van creciendo bajo la superficie de la conciencia del yo. También se encuentra amenazado desde afuera por la continua decadencia y muerte de los objetos y la gente de su mundo. Todo aquello que al principio se deriva del sentido de identidad se encuentra sujeto a la ley de la impermanencia, y constantemente fracasa al tratar de proporcionar una seguridad duradera y fehaciente. El sentido de seguridad es el acompañante inevitable del surgimiento de la conciencia del yo, al verse golpeado una y otra vez por los procesos transitorios de la vida.
El yo del ego maduro trata de obtener seguridad, haciendo uso de los mismos instintos que ayudan a la preservación del animal.
De la misma forma que el animal caza para comer y alimentar su organismo, el ego trata de poseer aquellas cosas que, considera, asegurarán su identidad. Y así como el animal atacará y destruirá todo aquello que amenace su supervivencia, el ego tratará de destruir cualquier cosa que socave su integridad. Con ayuda de la imaginación y amplificadas por el poder humano, estas reacciones pueden alcanzar monstruosas proporciones: despiadados deseos por construir imperios y destrucciones masivas a través de las guerras. Aunque la avidez y el odio son reacciones fundamentalmente defensivas, no siempre aparecen de esa forma. Pueden ser temerosos y desesperados impulsos de aquellos que se sienten arrinconados al final de la vida, pero que, además, se pueden manifestar con todo el brío y vigor de alguien que cree que tiene éxito en la puja de asegurar su identidad.

Avidez


El engreído gallo con su brillante plumaje representa la avidez. Sin duda su proverbial vanidad y lujuria convierten a esta pobre ave en un símbolo apropiado de esta falla humana. La palabra “avidez” no hace realmente justicia a la emoción simbolizada por medio del gallo, la cual además incluye el espectro completo de deseos nocivos, desde la vaga añoranza, hasta la avidez más intensa por poseer algo o alguien, y las que no permiten que nada se interponga en nuestro camino para satisfacer estos deseos. Ambición egoísta es otro nombre que podría dársele, sugiriendo su poder potencial y sus elementos de ilusión, así como la enfermedad en la que está basada. La avidez es el deseo de poseer cosas, de tal manera que uno las pueda hacer parte de sí mismo, en la creencia que nos ayudarán a asegurar la identidad. Puede que codiciemos objetos de esta manera; este tipo de codicia puede observarse cuando, por ejemplo, perdemos algo y no sólo nos lamentamos o enfadamos al saber que ya no lo tendremos, sino que experimentamos un sentimiento de pérdida más profundo, incluso hasta una especie de pánico. Es como si no solamente hubiésemos perdido el objeto, sino también una parte de nosotros mismos. Pueden ser ideas a las que nos aferramos, construyendo nuestra seguridad en base a ellas. Esto aflora si nos sentimos menospreciados a nivel personal, cuando atacan o minusvalúan esas ideas. No obstante, son los otros con quienes experimentamos el mayor grado de avidez. Ansiamos su amor y aprobación, su admiración, tan sólo su presencia, como factores estables de nuestro universo. Cuando esta avidez está conectada con nuestras necesidades biológicas y sociales, como el sexo o el apoyo familiar, se pueden desarrollar situaciones particularmente dolorosas y poco placenteras.
Debe distinguirse la avidez y la ansia del sano deseo. El hambre, por ejemplo, no es una avidez neurótica; podemos sentir el estómago vacío y el deseo de comida, y cuando comemos quedamos satisfechos. No surge ninguna molestia emocional, ni ninguna sensación de inseguridad. La comida se convierte en un objeto de gula únicamente cuando el sano deseo se encuentra preso en una personalidad neurótica. Entonces tiene que erradicarse esta gula por medio de la práctica espiritual, en tanto que los sanos deseos no representan ningún problema. Para diferenciar uno del otro, debemos preguntarnos si el deseo causa un efecto emocional molesto, y si la satisfacción del deseo conduce a su saciamiento. No sólo existen deseos físicos sanos que necesitan satisfacerse, siempre y cuando en su satisfacción no causemos daño a uno mismo o a los demás, sino que también existen algunos que es aconsejable cultivar. Existe el deseo de la amistad, de la belleza, así como de otras cualidades ideales, y existe el deseo del desarrollo de nuestra persona como individuos. Estos deseos deben ser fortalecidos tanto y como sea posible, y mucha de la práctica budista se encuentra dirigida a este propósito. El gallo únicamente representa la avidez neurótica, más no el deseo sano, ni la aspiración hacia el ideal.

Odio


Se escogió la víbora para representar el odio por su sangre fría y su picadura venenosa. Con su mirada helada y su piel escamosa, la cola erguida, su veneno, y agitando su lengua ahorquillada, parece el arquetipo de la maldad. Sin embargo ninguna víbora ataca a otro animal excepto para comer o para defenderse de lo que considera una amenaza física. El odio humano, por el contrario, puede llevar a acciones de crueldad sin sentido en contra de gente totalmente inocente. El motivo puede ser sólo una ligera antipatía y unos modales de conducta fríos. Cualquiera que sea el grado o la intensidad, odiamos todo lo que sentimos que amenaza o subestima nuestro sentido del yo. El instinto animal de auto preservación queda usurpado para defender al ego débil. Y aunque puede descargarse en objetos inanimados casi siempre dirigimos el odio hacia otra gente. Ya sea que ésta, de una forma objetiva, esté en nuestra contra o no, sentimos que los queremos eliminar para que así dejen de hacernos daño. Si percibimos una amenaza profunda en nuestra identidad propia, puede que sintamos que la única forma de ganar seguridad nuevamente es destruyendo la amenaza por completo.

Ignorancia


Existe una tercera forma por medio de la que el ego maduro trata de hallar estabilidad. En el centro de la Rueda se encuentra un cerdo negro y gordo, con el morro escarbando en la suciedad, las orejas caídas sobre los ojos, sin poder ver nada más que una mancha de suciedad enfrente de él. En Occidente se considera al cerdo el epítome de la glotonería, pero aquí representa la ilusión y la ignorancia. Su vista, al estar obstaculizada por las orejas, está consciente solamente del barro en el está enterrado su morro; de la misma manera que una persona ilusa se encuentra limitada en sus perspectivas de vida. La limitación no es el resultado de la simple falta de información, sino una estratagema defensiva. Se rehúsa a ver cualquier cosa que amenaza nuestra identidad, buscando seguridad a través de la ceguera. El avestruz, con su cabeza enterrada en la arena para evitar la percepción, podría servir de imagen para ejemplificar a la persona ilusa. En su ignorancia, se refugia en un mundo estrecho, ignorando todo aquello fuera de éste. No distingue los hechos básicos de la vida: que el mundo decae y que morirá sin poder evitar esta decadencia.
Algunas veces podemos darnos cuenta súbitamente de cómo usamos la ignorancia como medio de defensa. Un amigo puede llevar nuestra atención a ciertas verdades poco placenteras, quizás acerca de nuestras propias motivaciones o conducta. Puede que comprendamos lo que se nos ha dicho, pero entonces, al mismo tiempo, alejamos nuestra mente de todo esto. Este tipo de distracción ocurre de forma deliberada y es una manifestación de la ignorancia. También puede suceder, con enfoques estrechos y fijos con respecto a la vida, los que muchas personas adoptan y se rehúsan a examinar o admitir, cualquier cosa que esté fuera de los confines de los que ellos piensan que saben.
No siempre se manifiesta la ignorancia por medio de conductas exageradamente tontas o poco inteligentes; sino en formas altamente sofisticadas, y hasta puede dar surgimiento a sistemas de pensamiento bastante complejos. La ignorancia es el veneno principal, la raíz de las raíces, y se encuentra presente hasta el momento de la Iluminación. No es nada más que nuestra negativa a abrir nuestro ser a una esfera más amplia de la realidad. Si somos completamente felices o no, en nuestro nivel de conciencia hasta ahora alcanzado, por lo menos contamos con un sentido de nuestro ser relativamente estable, tan frágil y como éste sea. Sabemos quienes somos, o pensamos que sabemos; para ir más allá de nosotros mismos como ahora somos, hacia una dimensión de conciencia más extensa, tenemos que pisar un terreno desconocido y dejar atrás el yo que conocemos. Esta es una especie de muerte, y es profundamente amenazante para el ego. Así, nos alejamos, rehusándonos a reconocer la verdad que siempre ha estado allí y que ahora presenta nuestra atención. Algunas veces, la gente que está aprendiendo a meditar puede observar esa reacción en sí misma, en tanto que comienza a tocar un nivel de conciencia superior. Por muy claro y feliz que ese estado de ser parezca, es poco familiar y no nos ofrece nada a través de lo que nos podamos identificar. Llenos de miedo, buscamos el suelo firme de nuestra conciencia común y corriente. La persona ignorante prefiere el encierro conocido, que las misteriosas posibilidades que trae la libertad. Hasta que no hayamos alcanzado la Iluminación, seguiremos siendo ignorantes.

Esencialmente, nuestra vida se encuentra dominada por dos fuerzas contradictorias: el deseo de evolucionar, que nos ayuda a alcanzar niveles de conciencia superiores, y la fuerza mortal de nuestra ignorancia, que nos empuja a los horizontes más limitados. Nuestra tarea, al abordar el Sendero espiritual, es permitir, de una manera consciente, que la fuerza de la evolución nos lleve adelante, y prevenir que la ignorancia se apodere de nosotros. Nos encontramos en medio de dos cuerpos gigantescos, la naturaleza y la Budeidad, cada una ejercitando su propia fuerza de atracción gravitatoria. El Sendero Espiritual nos lleva de una hasta la otra. En la etapa temprana de nuestra carrera espiritual, nos encontramos trabajando todo el tiempo en contra de la fuerza gravitatoria de la naturaleza. La fuerza de atracción de la Budeidad, que es la necesidad evolutiva, se encuentra dentro de nosotros, pero el peso de la ignorancia es mucho más fuerte. Para lograr progresar tenemos que esforzamos constantemente, superando la fuerza de atracción de la ignorancia que nos tiene prisioneros en estados inferiores del ser. Hay un punto en el que pesan lo mismo las dos fuerzas gravitatorias, de la naturaleza y de la Budeidad. Después de este punto, la fuerza evolutiva tiene mayor peso que la de la ignorancia, y entramos en el flujo evolutivo que conduce a la Budeidad. El curso Espiral trabaja de una manera tan efectiva en el que ha Entrado en el Flujo, que a pesar de poseer cierto grado de ignorancia es capaz de trascender continuamente cualquier limitación que encuentre en su camino, en cada nuevo nivel, y ya no retrocede. Hasta ese punto sin retorno tenemos que esforzamos incesantemente por superar nuestra propia tendencia de contracción y estancamiento, que simboliza el cerdo de la ignorancia.

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